Laponia premium: el día que fuimos a ver a Santa Claus… y todo salió bien

Hay viajes que se hacen por uno mismo y otros que se hacen por los hijos. Pero a veces, muy de vez en cuando, se alinean los planetas y sucede algo inesperado: un viaje pensado para los niños se convierte en una experiencia extraordinaria también para los adultos. Eso fue Laponia. O más concretamente: eso fue nuestro viaje a Rovaniemi para ver a Santa Claus.
No fue improvisado. Nada de mochilas, ni de “a ver qué encontramos al llegar”. Fue organizado por El Corte Inglés. Y si normalmente uno asocia agencia con burocracia, en este caso fue todo lo contrario: precisión, profesionalidad y un nivel de detalle que, sinceramente, no esperaba. Desde el primer correo hasta el último adiós en el aeropuerto, la experiencia fue premium, sin necesidad de vestirla de lujo.
Lo primero que sorprende es la ambientación. No estamos hablando de decoraciones de Navidad en una tienda de barrio. Aquí el cuento comienza en cuanto aterrizas en Rovaniemi. El autobús que nos esperaba no tenía el logo de una empresa de transportes cualquiera. No. Tenía elfos. Reales. O bueno, todo lo reales que pueden ser cuando te saludan hablando castellano con acento nórdico y te cuentan que llevan 300 años trabajando con Papá Noel. Y uno empieza a sonreír. Porque ves a los niños con la boca abierta… y tú también te la ves reflejada en el cristal.
El hotel, sin ser ostentoso, estaba perfectamente adaptado al clima, a las familias, y a la magia. Habitaciones cálidas, comida abundante, ropa térmica incluida en la organización —y de calidad, que se agradece cuando estás a -18°C y alguien propone ir en trineo al bosque a las nueve de la mañana.
El primer día fue paseo con renos. Auténticos. No en círculo ni atados a una verja. Renos que te llevan por un bosque nevado mientras el guía —otro elfo, por supuesto— te explica que estas criaturas tienen nombres, ritmos y hasta días buenos y malos. A mí me tocó uno que parecía más filósofo que atleta, pero eso permitió disfrutar del paisaje: una Laponia silenciosa, blanca, casi meditativa.
Al día siguiente, huskys. Y esto es otro nivel. La potencia de los perros, el silencio del trineo avanzando entre árboles, el frío que se mete por dentro y te recuerda que estás vivo. Si los renos eran contemplación, los huskys son acción. Pero sin ruido, sin motor, sin prisa. Es una experiencia física, casi tribal, que los niños viven como una película y los adultos… también.
Y luego, por supuesto, las motos de nieve. Aquí entra el componente adrenalina. Te dan el equipo, el casco, las instrucciones —cortas pero suficientes— y allá vas, cruzando bosques y lagos congelados a velocidad razonable, con la sensación de estar protagonizando un anuncio de perfume escandinavo. Los niños van detrás, abrigados como astronautas, riendo. Tú aprietas el acelerador con cuidado, pero también con un punto de “esto no me lo esperaba”.
Y en medio de todo esto, la gran cita: el encuentro con Santa Claus. Su casa, el buzón oficial, el taller. Podría haber sido una trampa turística, y sin embargo… no lo es. O no del todo. Porque está hecho con mimo. Con profesionales que creen en lo que hacen. Santa habla, escucha, bromea. Se toma su tiempo. Hay fotos, sí, pero no es un photocall cualquiera. Es una pequeña ceremonia. Y los niños salen con los ojos brillantes. Y tú, que no creías en estas cosas, te descubres pensando que igual ese señor con barba blanca tiene algo de verdad.
Todo está bien hilado. Las actividades se suceden con ritmo, pero sin agobio. Hay tiempo para descansar, para jugar en la nieve, para tomar un chocolate caliente en una cabaña de madera mientras cae la noche a las tres de la tarde. Laponia tiene ese don: te desconecta del mundo sin necesidad de apagar el móvil. Te recuerda que hay otras velocidades, otras formas de pasar tiempo en familia, sin pantallas, sin centros comerciales, sin ruidos de ciudad.
El Corte Inglés lo organizó todo con una profesionalidad que sorprende. No sólo porque todo funcionó como un reloj —y eso, con familias y frío extremo, ya es mucho—, sino porque cuidaron los detalles: la bienvenida, los guías, la paciencia con los niños, la flexibilidad con los horarios. Se notaba que no era su primera Navidad.
Y lo mejor es que no se vendió como “experiencia VIP”. No hubo champán de bienvenida ni spa privado. Pero hubo otra forma de lujo: la de no tener que preocuparse de nada, y la de poder vivirlo todo de verdad. De ver a tus hijos correr por la nieve y saber que están seguros, felices, abrumados por algo que nunca olvidarán. Y tú con ellos.
Volvimos con las maletas llenas de ropa térmica sucia, regalos de última hora y fotos con los ojos entrecerrados por el frío. Pero también volvimos con una certeza: fue uno de esos viajes que sí valen la pena. Porque nos sacó de la rutina, nos unió más, y nos recordó que la magia, a veces, existe. Solo hay que saber dónde buscarla. Y en Laponia, en invierno, vive un señor con barba que la reparte generosamente.

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