El color del poder y la templanza
Antes de que el diamante se adueñara del trono, el violeta era el color de la realeza. La amatista reinaba en coronas, anillos episcopales y relicarios. No por su rareza, sino por lo que representaba: dominio sobre uno mismo.
En la Antigüedad, los griegos creían que protegía de la embriaguez. Los romanos la asociaban a la lucidez. Más tarde, la Iglesia la convirtió en símbolo de pureza y equilibrio espiritual. Los obispos la llevaban para recordar que el poder, sin templanza, se vuelve abuso.
Durante el Renacimiento, las cortes europeas la adoraron. La reina Catalina la lucía en broches y collares, y los joyeros de Versalles la trabajaban como si fuera un zafiro. Su tono profundo evocaba sabiduría y jerarquía, cualidades que todo monarca deseaba proyectar.
El mito se mantuvo hasta que grandes yacimientos en Brasil la hicieron más accesible. El violeta dejó de ser privilegio de reyes y pasó a adornar las manos de la burguesía. Su valor cambió de económico a simbólico. Ya no hablaba de poder, sino de serenidad.
Hoy, quienes la eligen quizá no buscan coronas, pero sí algo parecido: presencia sin estridencia. La amatista conserva la dignidad de su pasado y la naturalidad del presente. Un equilibrio que pocas gemas logran sostener con tanta elegancia.
