El resplandor que no pertenece a este mundo
La piedra luna parece guardar un secreto. Su superficie opalescente refleja una luz que no proviene del sol, sino de algo más íntimo. Ese brillo etéreo —conocido como adularescencia— es el resultado de capas internas que dispersan la luz en tonos azulados o plateados. El efecto recuerda la neblina que cubre el mar bajo la luna llena.
Desde la Antigüedad se la consideró una piedra de ciclos y de intuición. En la India simboliza lo femenino; en Roma, la fortuna del viajero. Hoy, los diseñadores la eligen no solo por su belleza, sino por lo que sugiere: una calma que se mueve, una luz que cambia con el ángulo y con el ánimo.
En joyería, la piedra luna exige sutileza. Montada en oro rosa, se vuelve romántica; en plata, misteriosa; en oro blanco, casi galáctica. No tolera excesos: cualquier ornamento la distrae. Su fuerza está en la pureza.
Las piezas con piedra luna son difíciles de fotografiar, y ahí reside parte de su magia. Lo que se ve en persona supera cualquier imagen. La piedra parece flotar, envolviendo la piel con una claridad fría que no deslumbra, seduce.
Hay gemas que impresionan. La piedra luna no impresiona: acompaña. Su luz no busca atención, busca presencia. Un lujo que se percibe más con la intuición que con la vista.
